27 abril 2009
NEWEN MAPU
El hombre mapuche, urgido al trabajo en la ciudad, al minifundio o al más oprobioso de los inquilinajes, su vuelta al terruño o a la ruka es un acto diario de extrema violencia. No se puede saltar de un mundo al otro sin perder una cuota de vida en ello. De todas la formas de aniquilación es ésta probablemente la más cruel. No sólo se hace del hombre de la tierra un extranjero en el suelo de sus antepasados, sino que al hacerlo no se le ha permitido tampoco el usufructo de su extranjería. Arrasados en general de su lengua, de su tierra y de sus propios rasgos, se le pide además que sobreviva con lo poco y nada que se le da a cambio y luego, al ver su quiebre, se le
juzga y se le condena. Primero se le reprochó que no hable bien castellano y empecinarse en su idioma natal. Ahora se escucha a menudo la condena contraria: el estar perdiendo su lengua. Todas esta violencias –ejercidas en nombre del mismo mundo que en 170 años de república jamás ha creado una sola política realista e igualitaria de integración- recaen finalmente sobre todo. La diferencia que negamos, el idioma que no entendemos, el rito que transformamos en folklor o pintoresquismos, los rasgos que nos negamos a reconocer, son no obstante nuestros. Al perderlos nos perdemos.